lunes, 21 de enero de 2008

Silberia Cuentista



La tarde se había despedido entre la reunión de las cinco y el último informe pero Silberia, un día más, parecía no haberse dado cuenta de su ausencia.

Sus labios, secos. Ya no había rastro del rouge de Chanel con el que parecían haber amanecido. Hacía tiempo que sus ojos no veían con claridad la pantalla del ordenador y su espalda añoraba el asiento del coche en el atasco, significado de la vuelta a casa.
Por fin, la mano derecha cogió la delantera. Sin pedir permiso a nadie- fiel al mandato del cerebro- se estiró y alcanzó el interruptor de la pared. El informe, culpable de que estuvieran todavía -su mente y su cuerpo- en la misma silla incómoda de todos los días, parecía otro bajo la artificial de los focos.

Fue rápido. Imperceptible para las prisas de cualquiera. Cuello rígido. Hombros tensos. Dedos echando fuego. Mirada fija en los párrafos del documento. Brazo derecho extendido. Dedo índice estirado. Pared. Interruptor. Un toque. Luz. Acción. Reacción.

Y una hora después el reloj marcó las diez. Listo. Punto y final. Documento guardado y enviado. Operación finalizada. Cierra Outlook. Inicio y…no se había apagado el equipo cuando Silberia ya se encontraba dentro del ascensor. Tercera planta. Segunda planta. Primera planta. Planta baja. Ha llegado a su destino. La hebilla del cinturón de su gabardina roja chocó con las puertas de aluminio del montacargas, que no se habían abierto por completo. El ruido ensordecedor rompió el silencio que habitaba en el edificio. Respingo. Corazón acelerado en un instante y por tonta. Pensó. El eco del golpe la persiguió hasta la salida. La taquicardia no fue menos y también la acompañó.

En la calle chispeaba y la niebla auguraba un nuevo invierno. A Silberia le horrorizaba el tiempo de esta estación y repetía -año tras año- que, además de entristecer a la gente, era enemigo de un recién alisado de peluquería.

La acera resbaladiza. Mojada. Muy mojada. Así que… nada de correr. Paso firme. Con tacones. Del mismo color que la gabardina. Pocas farolas, pero encendidas. Varios charcos que esquivar. Nadie en la avenida. Ningún coche en la carretera y, el suyo, a quinientos metros. Eso por dormirte esta mañana. Se resignó.

Estrés y nervios. Mala combinación. El primero, porque todavía tenía que hacer la cena y poner dos lavadoras antes de acostarse. Los segundos, porque nunca había soportado deambular sola por Madrid… de noche. Cuarto Milenio y las crónicas de sucesos, mucho que ver en este punto.
A cien metros de la oficina y a menos del coche, algo llamó la atención de nuestra protagonista que no pudo hacer más… que pararse en seco o, mejor escrito, simplemente pararse. Sus charoles se hallaban en medio de un charco que a punto estaba de empaparle los tobillos.

Perpleja. Paralizada. Asustada. El corazón le palpitaba cada vez con más fuerza e insistencia, con vida propia. Quizá por el susto anterior, quizá por la aceleración de su marcha… o más bien por lo que veían … sus ojos… los que ahora pestañeaban lo imprescindible para no peder detalle. Desde sus pies, una sombra se levantaba al compás de las ondas del agua estancada. Sin salpicar. Sin hacer ruido. Entre débiles gotas de lluvia… las mismas que caían por su cara y deshacían su maquillaje acartonado.

Una sombra… su sombra. Ni tan larga ni tan negra como la sabía. Aquella compañera de viaje, siempre testigo enjuto de sus idas y venidas. Como si nada. Como si todos los días. Como un desdoblamiento de personalidad en ciencia ficción. Como en el mejor de los sueños o en la peor de las pesadillas. Entre movimientos inigualables, insólitos… únicos de llevar a cabo por un ser humano tumbado en el mismo suelo que Silberia pisaba ahora sin querer hacerlo.
Su sombra se despegaba del asfalto como los cromos de un álbum. Como por arte de magia. Con arte. Con magia. Se postró ante ella cual hombre o mujer, cual ángel sin sexo y sin alas, a la misma altura que todo su cuerpo. En plena oscuridad. En una calle cualquiera. La de todas las noches. Allí mismo. Allí estaba. A su imagen y semejanza. Con su misma forma pero distinto fondo. Frente a su cuerpo y su mente antes hiperactivos, ahora inmóviles.

Fue rápido. Imperceptible para las prisas de cualquiera. Inclinación de cuello y cabeza. A derecha e izquierda. Brazos en movimientos sutiles. Hombros. Tronco. Cintura. Y… por último… las piernas, entre grises y negras, muy finas y más ligeras… se desligaban de las de nuestra protagonista en un cerrar y abrir de ojos, manos y boca.
Acción. Reacción.

Solo le dijo al oído: vas por mal camino.

No hay comentarios: