jueves, 31 de enero de 2008

Maltrato de género - El Escultor

Llora el viento y
la luz enmohecida de sus ojos
alumbra goteras
en el infierno
de su súplica.
Nadie hurga en los rescoldos y
fisuras de su alma
porque vive muerta;
de miedo.
El tiempo le da un espacio
donde no hay yeso
para lo que fue mármol.

¿Quién cubrirá las grietas de tan calcinados restos?
¿Quién, como de entre la niebla de Carrara,
aparecerá para tocar su voz tembrorosa?
¿Quién será el escultor de su error
y su impureza?

Ah- more













Surco
por tu pincel
ríos de colores terrenales y
traspaso
con tu mano inquieta
silencios recónditos.
Es tu oro beige
el aroma de mi jardín interno y
tu paleta, un grito de amor
que desespera.
Pantanos de soledades
en mis pechos se reverencian
a la luz misteriosa de tu lienzo.
Vuelves al tiempo
del revés y tu hoy en mí
saborea el encanto de respirarte,
figura,
como esencia del arte del sexo.
Tu voz mira al cielo que dibujas
con las manos firmes,
a brochazos mágicos.
Me presientes un secreto, quizá cenagoso,
que no puedo olvidar.
Y sueño que estoy dentro,
contigo.

Camino y caminando voy



Me envejece el tiempo.

El espacio que ocupo se me hace pequeño.

Bajo el vaivén de las horas

camino...

... y caminando voy.

jueves, 24 de enero de 2008

A los poetas

Cada vez que abres la boca creo habitar en tu voz.
Imagino
que vuelo desde tus labios
y bailo con el aire entre palabras de sentido.
Cada vez que callas
sueño hallarme entre tu silencio y tu lengua.
Imagino que nado hasta tu memoria y

buceo en tu saliva sabia, poeta.
Cada vez que dices u omites algo,
me siento alguien.

La piel no me arropa

Como en carrera de fondo
- sin saco-
me despierto rota
entre sábanas
adultas, empapadas.
Sudo el orgullo y me deshidrato.
Huelo tu ausencia.
El vértigo se parte la crisma
por demostrarme que hace daño
hasta la caída más absurda.
.
.
.
El precipicio de la cama.
.
.
.
Las mesillas lejos.
La luz apagada.
No brillo desde hace años.
Los dedos,
sin la pluma.

Faltó poesía en nuestros besos.
La piel no me arropa.

martes, 22 de enero de 2008


Eran las cinco de la madrugada y aún seguía despierto. Algo estremecía su pensamiento como si se tratara de niebla entumecida. Esa noche, las sábanas no eran buena compañía. El efluvio de la candela impregnaba todo el pasillo hasta llegar a los pies de su cama. El invierno, la lumbre, el tabaco mascado después de la cena… un manjar para su olfato.
José se incorporó -tambaleándose como un esqueleto sin huesos-. Encendió la luz de la mesilla y la de un cigarro negro. Se agachó arqueando la espalda sin inmutarse por los chasquidos que acompañaban su acecho y alcanzó entre titubeos –con aire flamenco, de villancico y panderetas- el orinal que le aguardaba con ansias de vacío. Ya de pie agarró con la otra mano su bastón y, lentamente, anduvo hasta el lavabo.
Llegó, carraspeó y abrió el grifo. Vació el bidé y, mientras esperaba notar el agua caliente entre sus dedos, miró al espejo. Entonces algo, o más bien, alguien le sobrecogió. Un hombre erguido, cuyas sienes blancas y arrugas confesaban haber vivido más de ochenta años, le observaba fijamente y de manera amenazante.
José no dio rienda al miedo. Siempre olvidaba echar el pestillo. Seguramente –parecía decirse creyendo acertar- el caballero oyó ruido y entró para sumarse a la fiesta del desvelo. Así que, recordando las costumbres con las que había sido educado, le ofreció a una taza de café.
El desconocido no contestó. Sorprendido por su ingratitud lo intentó de nuevo, esta vez, añadiendo al convite unas magdalenas por si la tentación del dulce pudiera cautivarle.
Tampoco respondió.
La tiritera y la mala educación le incomodaban sobremanera. Su gesto interpretaba sin esfuerzo que iba a escoger el camino más fácil, volver a la cama. Pero antes de hacer entrega de su más cordial despedida, sus párpados se paralizaron convirtiéndose en testigos directos de un confeti de virutas color ceniza cayendo de sus labios al suelo.
No sabía cuánto llevaba frente al espejo ni si había estado interrumpiendo el paso de aquel hombre mucho tiempo. El cigarro se había consumido por completo.
José rebelaba una agonía contenida. Petrificado y sin respiración, analizaba al invitado sorpresa de arriba a abajo: la misma altura aunque más difuso, una figura inmóvil perfectamente integrada en su ser sosteniendo una colilla chamuscada y amarillenta entre sus dientes... ¿¡Era él!?

Sintió volar hacia la habitación. Su mente simulaba aquellas carreras que antaño le permitían sus piernas. Sólo pensaba en despertar a su esposa. Pero el cuerpo fue más lento y el tiempo logró mejores zancadas.
Llegó y abrazó la jamba de la puerta. El corazón, como buen chivato, le advirtió de lo que ocurría: la cama vestía un febril silencio. Tan sólo cubría la nada más absoluta. Ella no estaba.
Él lo suponía.

- Feliz Aniversario y Feliz Navidad, querida- escuché mientras todo se quedaba a oscuras.

Las lágrimas me invadieron como el valor a las palabras. Dos puños se apoderaron de mi boca aplacando el llanto que imploraba salir de las entrañas. Llegué hasta su mesilla a tientas, agarré la manta por una esquina y, arropándole, susurré:

- Buenas noches abuelo. Mañana será otro día.

--------
Se pierde no buscando en la vida lo que no siempre se ve.

lunes, 21 de enero de 2008

Silberia Cuentista



La tarde se había despedido entre la reunión de las cinco y el último informe pero Silberia, un día más, parecía no haberse dado cuenta de su ausencia.

Sus labios, secos. Ya no había rastro del rouge de Chanel con el que parecían haber amanecido. Hacía tiempo que sus ojos no veían con claridad la pantalla del ordenador y su espalda añoraba el asiento del coche en el atasco, significado de la vuelta a casa.
Por fin, la mano derecha cogió la delantera. Sin pedir permiso a nadie- fiel al mandato del cerebro- se estiró y alcanzó el interruptor de la pared. El informe, culpable de que estuvieran todavía -su mente y su cuerpo- en la misma silla incómoda de todos los días, parecía otro bajo la artificial de los focos.

Fue rápido. Imperceptible para las prisas de cualquiera. Cuello rígido. Hombros tensos. Dedos echando fuego. Mirada fija en los párrafos del documento. Brazo derecho extendido. Dedo índice estirado. Pared. Interruptor. Un toque. Luz. Acción. Reacción.

Y una hora después el reloj marcó las diez. Listo. Punto y final. Documento guardado y enviado. Operación finalizada. Cierra Outlook. Inicio y…no se había apagado el equipo cuando Silberia ya se encontraba dentro del ascensor. Tercera planta. Segunda planta. Primera planta. Planta baja. Ha llegado a su destino. La hebilla del cinturón de su gabardina roja chocó con las puertas de aluminio del montacargas, que no se habían abierto por completo. El ruido ensordecedor rompió el silencio que habitaba en el edificio. Respingo. Corazón acelerado en un instante y por tonta. Pensó. El eco del golpe la persiguió hasta la salida. La taquicardia no fue menos y también la acompañó.

En la calle chispeaba y la niebla auguraba un nuevo invierno. A Silberia le horrorizaba el tiempo de esta estación y repetía -año tras año- que, además de entristecer a la gente, era enemigo de un recién alisado de peluquería.

La acera resbaladiza. Mojada. Muy mojada. Así que… nada de correr. Paso firme. Con tacones. Del mismo color que la gabardina. Pocas farolas, pero encendidas. Varios charcos que esquivar. Nadie en la avenida. Ningún coche en la carretera y, el suyo, a quinientos metros. Eso por dormirte esta mañana. Se resignó.

Estrés y nervios. Mala combinación. El primero, porque todavía tenía que hacer la cena y poner dos lavadoras antes de acostarse. Los segundos, porque nunca había soportado deambular sola por Madrid… de noche. Cuarto Milenio y las crónicas de sucesos, mucho que ver en este punto.
A cien metros de la oficina y a menos del coche, algo llamó la atención de nuestra protagonista que no pudo hacer más… que pararse en seco o, mejor escrito, simplemente pararse. Sus charoles se hallaban en medio de un charco que a punto estaba de empaparle los tobillos.

Perpleja. Paralizada. Asustada. El corazón le palpitaba cada vez con más fuerza e insistencia, con vida propia. Quizá por el susto anterior, quizá por la aceleración de su marcha… o más bien por lo que veían … sus ojos… los que ahora pestañeaban lo imprescindible para no peder detalle. Desde sus pies, una sombra se levantaba al compás de las ondas del agua estancada. Sin salpicar. Sin hacer ruido. Entre débiles gotas de lluvia… las mismas que caían por su cara y deshacían su maquillaje acartonado.

Una sombra… su sombra. Ni tan larga ni tan negra como la sabía. Aquella compañera de viaje, siempre testigo enjuto de sus idas y venidas. Como si nada. Como si todos los días. Como un desdoblamiento de personalidad en ciencia ficción. Como en el mejor de los sueños o en la peor de las pesadillas. Entre movimientos inigualables, insólitos… únicos de llevar a cabo por un ser humano tumbado en el mismo suelo que Silberia pisaba ahora sin querer hacerlo.
Su sombra se despegaba del asfalto como los cromos de un álbum. Como por arte de magia. Con arte. Con magia. Se postró ante ella cual hombre o mujer, cual ángel sin sexo y sin alas, a la misma altura que todo su cuerpo. En plena oscuridad. En una calle cualquiera. La de todas las noches. Allí mismo. Allí estaba. A su imagen y semejanza. Con su misma forma pero distinto fondo. Frente a su cuerpo y su mente antes hiperactivos, ahora inmóviles.

Fue rápido. Imperceptible para las prisas de cualquiera. Inclinación de cuello y cabeza. A derecha e izquierda. Brazos en movimientos sutiles. Hombros. Tronco. Cintura. Y… por último… las piernas, entre grises y negras, muy finas y más ligeras… se desligaban de las de nuestra protagonista en un cerrar y abrir de ojos, manos y boca.
Acción. Reacción.

Solo le dijo al oído: vas por mal camino.

viernes, 18 de enero de 2008

Háblame

Háblame en silencio
y mide tus palabras.
Cuéntame una historia al oído,
como un susurro,
como si no quisieras decirme nada.

Entonces… yo
te gritaré en otro idioma
como un mudo,
como en sueños,
sin mover la boca.